Durante mucho tiempo, se nos enseñó que ser fuerte era no llorar.
Que ser buena era no incomodar.
Que ser mujer era no ocupar demasiado espacio.
En ese marco, muchas aprendimos a silenciar nuestras emociones, nuestras necesidades, nuestras voces.
Hasta que un día, el silencio se volvió insoportable.
Y entonces, gritamos.
Mi propio proceso comenzó en un momento de crisis personal.
Durante una sesión con mi psicóloga, me sugirió unirme a un grupo de mujeres.
Al principio, fui escéptica. Dudaba de la utilidad de compartir con desconocidas.
Pero lo que encontré allí fue profundamente transformador.
Cada mujer traía consigo una historia distinta, pero todas compartíamos algo:
una voz interior que había sido callada durante demasiado tiempo.
A través de la escucha, el desahogo, la información y la empatía, comenzamos a liberar ese grito contenido.
Descubrí que una red de apoyo no solo alivia el dolor, sino que también fortalece.
Que compartir experiencias no es debilidad, sino una forma de resistencia.
Y que la comunidad es una herramienta poderosa para la salud emocional, mental y espiritual.
La crianza, en muchas culturas, ha sido tradicionalmente una tarea colectiva.
El proverbio africano “para criar a un niño, hace falta una tribu entera” lo resume con sabiduría.
Del mismo modo, para sostenernos como mujeres, también necesitamos una tribu.
Una comunidad de apoyo ofrece:
- Sentido de pertenencia e identidad
- Reducción del aislamiento y el estrés
- Mejora de la salud mental y emocional
- Desarrollo de habilidades de afrontamiento
- Solidaridad, empatía y ayuda mutua
La Tribu de las que Gritan nace desde esa experiencia vivida.
No como un espacio para gritar por gritar, sino para gritar con sentido.
Para sanar en voz alta.
Para recordar que nuestra voz es sagrada.